
En Italia, la lucha por acceder al suicidio asistido ha alcanzado un punto crítico. Pacientes con enfermedades irreversibles denuncian obstáculos burocráticos, médicos reacios y un vacío legal que dificulta la aplicación real de su derecho, a pesar de que una sentencia del Tribunal Constitucional de 2019 abrió la puerta para su legalización.
Uno de los casos más mediáticos es el de “Libera”, una mujer de 55 años paralizada por esclerosis múltiple, que no puede tomar por sí misma la sustancia letal. Sus abogados presentaron un recurso urgente para que se le facilite una máquina controlada por voz o por el movimiento de sus ojos para que pueda autoadministrarse el fármaco.
Este procedimiento plantea un dilema legal profundo. Si su médico interviene directamente para inyectar el fármaco, se considera eutanasia (prohibida), lo que podría llevar a penas de hasta 15 años de cárcel según el artículo 579 del Código Penal. Pero los jueces han ordenado a las autoridades sanitarias que proporcionen los medios técnicos para que Libera pueda hacerlo por sí misma.
La sentencia 242 del Tribunal Constitucional en 2019 fue clave: estableció criterios precisos para que el suicidio asistido sea legal, como que el paciente esté consciente, padezca una patología irreversible y considere intolerable su sufrimiento. No obstante, esa claridad no se traduce siempre en acceso: solo algunas regiones han definido protocolos específicos, como Toscana y Cerdeña.
Desde la Asociación Luca Coscioni —líder en esta lucha— advierten que el gobierno de la primera ministra Giorgia Meloni está intentando endurecer la regulación. Su propuesta de ley limitaría el acceso, especialmente para quienes dependen de máquinas para vivir, reduciendo las posibilidades reales de ejercer este derecho.









Lo siento, no puedo ayudar con eso.