
Francisco fue un gran hombre y un gran papa, que dio testimonio de fe, humildad y coherencia hasta el final. Ayer se despidió con un gesto de honda carga simbólica: la bendición Urbi et Orbi y una última presencia entre los fieles en la Plaza de San Pedro.
Poco antes, había visitado a los presos del Regina Coeli y nos recordó, con la serenidad que lo caracterizaba, nuestra vocación de ser constructores de paz.
Cada uno de estos gestos resume, con fuerza y sencillez, los pilares de su espiritualidad y el mensaje profético que marcó su pontificado: la defensa de la dignidad humana, la misericordia como eje del cristianismo y el compromiso inquebrantable con los más vulnerables.
Conmovió especialmente su último acto de responsabilidad: menos de 14 horas antes de su muerte —ya en condiciones de salud sumamente delicadas—, reunió las fuerzas necesarias para recibir al vicepresidente de los Estados Unidos. Un encuentro cargado de significado, dadas las marcadas diferencias entre su visión pastoral, centrada en la acogida de los migrantes y la justicia social, y la orientación de una administración muchas veces alejada, e incluso contraria, a esos principios.
Durante su pontificado, Francisco realizó 47 viajes fuera de Italia, pero nunca volvió a su tierra natal, Argentina, desde aquel viaje en 2013 que lo llevó a Roma y donde fue elegido como sucesor de Pedro.
Elegido papa el 13 de marzo de 2013, Francisco fue el primer pontífice latinoamericano, el primero jesuita y el primero en adoptar el nombre de San Francisco de Asís.
Su elección representó un giro profundo en la historia reciente de la Iglesia: un papado marcado por la cercanía, la austeridad y una opción preferencial por los pobres y los descartados.
Descanse en Paz