
Cuando las autoridades sirias detuvieron a Kawthar Tamim y a sus cuatro hijos en un puesto de control a las afueras de la capital, Damasco, ella supo que estaba en apuros.
Era noviembre de 2014 y habían pasado tres años de una guerra civil que duraría otra década. Por aquel entonces, en Siria no hacía falta que una mujer luchara junto a los rebeldes que trataban de derrocar al dictador Bashar al Asad para ser arrojada en su sistema de encarcelamiento y tortura.
Bastaba con ser sospechosa de ser esposa o hija de un rebelde.
El régimen de Al Asad trataba a las familias de sus supuestos enemigos como palanca de negociación, según expresos y grupos de vigilancia de la guerra. Se apoderaban de las mujeres para utilizarlas contra sus maridos, y de los niños para utilizarlos contra sus madres encarceladas.
Tamim, que entonces tenía 34 años y era madre de cinco hijos, era la esposa de un combatiente rebelde escondido en aquel momento. Recordaba que nevaba el día en que las autoridades la llevaron a ella y a sus hijos, que entonces tenían entre 2 y 14 años, a una prisión subterránea.
Las instalaciones estaban dirigidas por la Cuarta División Blindada, una unidad del ejército estrechamente vinculada a la familia Al Asad. Tamim estuvo detenida seis meses.
De vuelta a casa, en la remota aldea de Afrin, en el noroeste de Siria, habló recientemente con The New York Times. Vive allí con su marido, excombatiente rebelde, y con el menor de sus hijos (ahora tienen siete).
Tamim fue una de las muchas exreclusas que se pusieron en contacto entre sí a través de un grupo de apoyo organizado por la Asociación de Personas Detenidas y Desaparecidas de la Prisión de Sednaya, la cárcel de peor reputación de Siria.
Las mujeres describieron cómo las autoridades se las llevaban, a menudo sin acusación formal ni juicio adecuado, y las hacían desaparecer durante meses o más, con o sin sus hijos, en un abismo de tortura física y psicológica.
Algunas dijeron que todavía seguían en la lucha por reconstruir sus familias y sus vidas.
El primer día que Tamim estuvo detenida, dijo que los interrogadores le exigieron saber dónde estaba su marido. Cuando se negó a contestar, le golpearon la frente contra la mesa hasta que la sangre le corrió por el rostro y llegó a su boca.
Luego la llevaron a una celda diminuta y helada, donde la esperaban sus hijos. Tamim, al igual que otras exreclusas, describió cómo la llevaron a la celda a través de un laberinto de dispositivos de tortura: una silla eléctrica, cadenas que colgaban del techo. Era una amenaza no tan sutil de lo que le esperaba si no revelaba la información que querían.
Al día siguiente, dijo, los interrogadores la acusaron de contrabandear armas y la golpearon hasta que se desmayó. Shaimaa, su hija mayor, que entonces tenía 11 años, dijo que recordaba haber oído los gritos de su madre y haber visto sus magulladuras.
El tercer día fue peor.
Tras azotar a Tamim con un tubo verde de PVC, dijo que los interrogadores la obligaron a ver cómo golpeaban a sus hijos. Primero fue su hijo Baraa, de 14 años. Cuando él se desmayó, fue Shaimaa, quien dijo que los interrogadores utilizaron el mismo tubo con ella.
Después de eso, dijo Tamim, accedió a admitir cualquier cosa. La violencia cesó.
Su cautiverio continuó durante más de seis meses, la mayor parte en Al Jatib, la prisión de Damasco de una rama de la inteligencia militar. Al cabo de unas semanas, dijo Tamim, los funcionarios se llevaron a sus tres hijos menores a un orfanato gestionado por el gobierno y le dijeron que no volvería a verlos. Baraa fue trasladado a la prisión de hombres adyacente.
Como documentó una reciente investigación del Times, el gobierno de Al Asad separó por la fuerza a cientos de niños de sus padres y los internó en orfanatos, muchos de ellos con identidades falsas.
Los hijos de los detenidos pueden estar entre quienes acabaron en los orfanatos, sin que se conozca su verdadera identidad.
Algunas mujeres describieron haber sido detenidas y separadas de sus familias incluso durante los últimos meses del régimen.
Sabah Harmoush, que ahora tiene 37 años, dijo que la detuvieron en marzo del año pasado, solo nueve meses antes de que los rebeldes derrocaran a Al Asad. Su marido y los hermanos de este se habían unido a los rebeldes.
Sus hijos, de entre 4 y 13 años, fueron detenidos con ella, así como su suegra, Houda Mohammed Ajami, de 57 años.
Llevaron a la familia a la prisión de Mezzeh, en Damasco. Durante los interrogatorios, les propinaron patadas, latigazos y puñetazos, dijo Ajami, y añadió que Harmoush sufrió las palizas más duras.
Al cabo de 20 días, sus hijos estaban tan hambrientos y les repugnaba tanto la comida de la prisión que masticaban sus zapatillas, y los trasladaron a un orfanato, dijo Harmoush.
Su suegra, que se estaba recuperando de una intervención quirúrgica cuando la familia fue detenida, dijo que después sufrió un ataque al corazón y la llevaron a un hospital. A ella y a su nuera las trasladaron a otra prisión.
Cesaron las palizas, y las dos mujeres fueron juzgadas por terrorismo.
Ajami pasó un total de cuatro meses en prisión. Harmoush fue devuelta a la prisión de Mezzeh y solo escapó cuando cayó el régimen en diciembre.
Dijo que se reunió con sus hijos poco después. Los dos más pequeños no la reconocieron.ited with her children shortly after that. The two youngest did not recognize her.
Algunas mujeres fueron encarceladas en varias ocasiones.
Mayada Alshamali, de 51 años, esposa de un rebelde del suburbio damasceno de Douma, dijo que la habían detenido dos veces. La primera vez fue en 2013 y duró siete meses. Seis de sus siete hijos fueron detenidos con ella. Su otro hijo, que entonces tenía 11 años, fue retenido por separado.
Volvió a ser detenida en 2015 durante dos años y medio, separada de su hijo de dos meses cuando ella aún lo estaba amamantando.
Varias mujeres describieron condiciones extremadamente duras en Al Jatib.
Iman al Diab, que ahora tiene 40 años, dijo que pasó allí dos años. Fue detenida en Damasco en 2014 tras convertirse en activista política anti-Asad. Su marido, que había sido soldado del ejército de Al Asad, había desertado y se había pasado a los rebeldes, por lo que fue encarcelado.
Sus tres hijos pequeños se quedaron con los padres de su esposo.
Al Diab dijo que la habían recluido con otras decenas de mujeres en una sola celda, tan abarrotada que se turnaban para estar de pie y tumbadas, estrechamente acurrucadas, sobreviviendo. Otras seis mujeres permanecieron encarceladas con ella mientras otras iban y venían.
Una de las mujeres encarceladas con ella, Azab, dijo que no había acceso a instalaciones de baño, que la luz fluorescente era constante y que dormían poco. Pidió que la identificaran solo por su nombre de pila por temor a represalias.
Las mujeres que fueron liberadas o trasladadas dejaron su ropa interior y pijamas para las que se quedaron, dijo Al Diab. Ella y Azab dijeron que se encontraban entre las al menos 15 mujeres que se sumaron a una huelga de hambre.
Al Diab dijo que la ataron, la torturaron con descargas eléctricas y la golpearon tanto que aún se estremece al recordarlo. Su única salvación era dormir.
“Dormíamos solo para ver a nuestros hijos en sueños”, dijo.
Azab dijo que tardó un año desde su liberación en localizar a sus hijos, quienes vivían con su exmarido. El más joven no la reconoció.
En cuanto a Tamim, ella y su hijo Baraa fueron liberados en mayo de 2015 como parte de un acuerdo de intercambio. Los rebeldes entregaron los cadáveres de cuatro oficiales de alto rango del régimen y unos 12.000 dólares estadounidenses, según su esposo, quien dijo que había ayudado a negociar el intercambio.
Esa noche, Tamim y Baraa se dirigieron a un orfanato para recoger a sus otros hijos. Cuando llegaron, dijo, oyó las tres voces y vio a sus hijos corriendo a abrazarla.
El más pequeño, Mugheira —quien tenía menos de 3 años cuando los detuvieron— echó los brazos al cuello de Tamim, la miró a los ojos y le preguntó: “¿Eres mi mamá?”.
No la soltó.
Con información de:
- Lynsey Addario / ha cubierto todos los grandes conflictos y crisis humanitarias de su generación, incluso la guerra en Ucrania, donde trabaja regularmente para el Times desde 2022.









Es impactante lo que están viviendo estas mujeres en Siria. Las historias de torturas y abusos son desgarradoras y muestran una realidad que muchos preferirían ignorar. Es difícil imaginar el sufrimiento que han tenido que soportar, especialmente cuando se trata de madres con sus hijos. La situación en el país es alarmante y parece que no hay un final a la vista. Es fundamental que se escuchen estas voces y que el mundo no se quede callado ante tanta injusticia. La empatía y la acción son necesarias para ayudar a quienes están atrapados en este ciclo de violencia.
Es realmente desgarrador escuchar sobre lo que han vivido estas mujeres en Siria. Las historias de torturas y abusos son impactantes y nos recuerdan lo cruel que puede ser la guerra. Es difícil imaginar el sufrimiento que han tenido que soportar, no solo ellas, sino también sus familias. La valentía que muestran al contar sus experiencias es admirable, pero también nos hace reflexionar sobre la necesidad de que el mundo preste atención a lo que está sucediendo. Nadie debería pasar por eso, y es fundamental que se tomen medidas para proteger a las personas inocentes en situaciones así.
Es realmente desgarrador escuchar sobre lo que han vivido estas mujeres en Siria. Las historias de tortura y abuso son impactantes y muestran una realidad que muchos preferirían ignorar. Es increíble pensar que en pleno siglo XXI, todavía haya lugares donde se violan tan flagrantemente los derechos humanos. Estas mujeres, además de sufrir en carne propia, llevan consigo el peso de sus experiencias, que no solo las marcan a ellas, sino también a sus familias y comunidades. Es fundamental que se escuchen sus voces y que el mundo no se quede callado ante estas atrocidades. La lucha por la justicia y la dignidad humana debe ser una prioridad para todos.