Rodeada de una expectación desmesurada, vinculada irremediablemente al episodio que protagonizó hace tres años en Tokio, Simone Biles llegó a París cargada de desafíos y se va con casi todos cumplidos, con cuatro medallas más y mirando por encima del hombro, desde sus 147 centímetros, a quienes la acusaron de floja.
Sus tres oros de las primeras jornadas no tuvieron este lunes el colofón que ella hubiera deseado: una ampliación hasta cinco de su cuenta.
Pero sus errores en la barra, en la que se cayó y fue quinta, y en el suelo, en el que ganó la plata tras salirse en dos diagonales, no hacen sino subrayar su grandeza: solo cuando falla ella, las demás tienen opción.
Su vulnerabilidad la humaniza y la acerca a sus rivales, que la admiran no solo por sus méritos deportivos.
Muestra de ello fue que se inclinó frente a la brasileña Rebeca Andrade en el podio para reconocerle el oro que se llevó en la modalidad de suelo.
Entre medalla y medalla, en París tuvo tiempo de lanzar algunos sopapos bien dirigidos: uno a Donald Trump, tras mostrarse orgullosa de hacer “un trabajo de negra” (rápido recibió un ‘me gusta’ de Lebron James) y otro a la prensa, que ha diseccionado cada uno de sus gestos y a la que pidió que levantase el pie del pedal.
“Eh, chicos, tenéis que dejar de preguntar a los deportistas qué viene después de ganar una medalla. Dejadnos disfrutar del momento por el que hemos trabajado toda nuestra vida”, pidió en sus redes sociales.
También se extrañó de que sus críticos estuvieran “muy callados” tras sus éxitos en París.
“¡Qué raro!”, dijo con ironía.
¿Puede tener críticos alguien como Simone Biles?
Por increíble que parezca, una deportista que fue abandonada por su madre, que pasó parte de su infancia en una casa de acogida, que sufrió abusos por parte del médico Larry Nassar y que pese a ello se convirtió en la mejor gimnasta de la historia, también tiene detractores. Desde los racistas hasta los odiadores que estimaron que su retirada de los Juegos de Tokio, bloqueada por una crisis de salud mental, era una cobardía.
Tras aquello, Biles abandonó la competición durante dos años y aún hoy sigue en terapia. No hay comparecencia pública en la que no se le pregunte por su salud mental. De tema tabú a tema omnipresente. Una nueva presión para ella.
Pero las condiciones físicas privilegiadas de la siete veces campeona olímpica se impusieron a todo en París. Condujo a Estados Unidos al título por equipos, ganó el concurso completo y ganó la finales de salto. Plata en suelo y final en barra. Ocho años después de Río 2016, ya con 27 y con el peso de todo lo vivido en los últimos tres. Y sin acusar los meses de inactividad.
Sus enemigos, ocultos tras el anonimato de las redes, no la vieron triunfar en París. Bercy fue, por el contrario, una concentración de fans de Biles, que celebraron cada salto, cada serie, cada pirueta. Entre ellos, las tres personas más importantes de su vida: sus padres Ron y Nellie y su marido Jonathan Owens, el jugador de la NFL que interrumpió su pretemporada con los Bears para volar a Francia y verla competir.
Por las gradas pasaron Nadia Comaneci, Tom Cruise, Ariana Grande, Snoop Dogg, Serena Williams… nadie quiso perderse la fiesta de exaltación de Biles. Los Juegos han sido suyos, casi siempre en el triunfo y también en la derrota.
Con información de EFE
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