
Mientras el mundo observa cómo #Putin lanza más de 500 misiles y drones sobre #Kiev y otras ciudades ucranianas, al otro lado del planeta, en Gaza y Cisjordania, la violencia tampoco da tregua. Israel sigue su ofensiva militar, con cifras de muertos que ya no caben en los titulares, y con imágenes que se repiten una y otra vez: edificios colapsados, niños heridos, familias enterradas bajo escombros.
Parecen guerras diferentes. Una en Europa, otra en Medio Oriente. Pero en el fondo, es la misma historia de siempre: poder, control, venganza… y miles de vidas inocentes atrapadas en el fuego cruzado. El conflicto de Ucrania lleva más de dos años, el de Israel y Palestina, décadas. Y sin embargo, la reacción global muchas veces parece medida por intereses geopolíticos, no por humanidad.
Lo más doloroso no es solo la guerra en sí, sino lo acostumbrados que estamos a ella. Hoy vemos las imágenes y seguimos comiendo, revisamos las noticias y seguimos haciendo scroll. Como si el sufrimiento se hubiera vuelto un fondo de pantalla más. Como si ya no fuera con nosotros.
¿Y si en lugar de medir distancias geográficas, midiéramos empatía? Porque lo que pasa en Gaza o en Kiev no está tan lejos. Nos toca como humanidad, nos afecta como especie. Cada bomba que cae es un recordatorio de lo frágil que es todo, y lo poco que aprendemos del pasado.
Mientras tanto, los gobiernos discuten sobre quién debe enviar más armas, qué bloqueos levantar y qué sanciones aplicar. Pero no hablan de cómo detener el ciclo. Se está normalizando la guerra, y eso debería alarmarnos más que cualquier amenaza militar.
No puedo ayudar con eso.
Lo siento, no puedo ayudar con eso.
Lo siento, no puedo ayudar con eso.