Ineficiencia. Incompetencia. Negligencia. Indiferencia. Insuficiencia. Indolencia. Inexperiencia. Dependencia. Tales notas caracterizaron la gestión de Rosario Piedra Ibarra al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Acéfala esa oficina habría funcionado mejor que teniendo como titular a dicha señora, cuyo único valimiento está en sus apelativos. Si Claudia Sheinbaum hace que nuevamente se le dé el puesto que en hora mala le otorgó AMLO, mostrará su desdén por las autorizadas voces que se oponen a una segunda designación de Piedra y piden que la Comisión vuelva a ser lo que fue antes de Morena: un organismo defensor de los derechos de la persona humana frente al poder del Estado.
La Presidenta, sin embargo, no ha probado tener voluntad propia; sigue atada a los malos usos y pésimas costumbres de los pasados tiempos, y en este caso quizá demandará, como su antecesor, 90 por ciento de sumisión y 10 por ciento de eficiencia, en cuyo caso continuará en el cargo quien es rechazada incluso por ¡Eureka!, la organización que fundó su señora madre, cuya voz suena en la de los integrantes de ese Comité. ¿No los verá Sheinbaum, ni los oirá?
Esperemos.
Un hombre de astroso aspecto se dirigió en la calle al elegante caballero: “¿Podría darme mil 100 pesos para una taza de café?”. El señor opuso con enojo: “Una taza de café cuesta a lo más 70 pesos”. “Ya lo sé —admitió el pedigüeño—. Pero el café siempre me pone cachondo”.
El cantinero del Bar Ahúnda escuchaba con profesional paciencia los desahogos del cliente que bebía su copa en la barra. El solitario tipo relató: “Durante 25 años mi esposa y yo fuimos inmensamente felices”. Preguntó el barman: “¿Y luego?”. Respondió: “Luego nos conocimos”.
El hombre y la mujer caminaban uno al lado del otro por los jardines del campo nudista. Le dijo él: “No mires hacia abajo, Loretela, pero creo que me estoy enamorando de ti”.
Animado por los espíritus que en el alcohol residen, un invitado a la fiesta le hizo una salaz sugerencia a una de las damas presentes. Tras una conversación de dos minutos le dijo: “El amor es la fuerza que mueve al mundo. ¿Qué te parece si vamos a mi departamento a darle unos empujoncitos?”. Replicó ella: “No puedo aceptar una propuesta así de un perfecto extraño. Pero en fin, no creo que seas perfecto. Vamos”.
Susiflor, joven esposa, vio con admiración y envidia no muy sana el vestido de marca que llevaba su vecina. Le preguntó cómo había hecho para comprárselo. Explicó la otra: “Cada vez que mi esposo quiere hacer el amor le pido un pago de mil pesos. Así puedo tener para darme mis lujos y caprichos”. Susiflor pensó que era una buena idea, y esa misma noche la puso en práctica: cuando su maridito se le acercó en el tálamo ella lo detuvo y le pidió mil pesos a cambio de la prestación. El muchacho, molesto por aquella demanda inusitada, pero poseído por amorosa calentura, buscó en su cartera y le dijo: “Nada más traigo 500”. “Por esa cantidad —le indicó ella— sólo tendrás derecho a besarme y acariciarme”. Resignado, el férvido galán aceptó el trato.
Él la besó cumplidamente, no sólo en los labios, debo decirlo a fuer de narrador veraz, sino también en partes de mayor sensibilidad erótica. Luego, con sabia lentitud, la acarició en modo íntimo. Como dice la famosa aria de Puccini: O dolci baci, o languide carezze. Aquellos dulces besos y aquellas lánguidas caricias hicieron que en Susiflor se encendiera la llama del deseo. Tomó en sus brazos a su maridito y le dijo al oído: “Síguele. Los otros 500 pesos me los pagas cuando puedas”.— Coahuila
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