El calor de los últimos días me recuerda el recorrido que hice por un pueblo que no existe. No hablo desde la locura ni pretendo confundir a nadie. Hablo de un pueblo de verdad, uno que jamás pudimos señalar en el mapa, hasta ahora, pero que casi todos reconocemos. Uno que fue construido primero en la ficción y luego en la realidad: Macondo.
Me habría gustado contarles de esta expedición de una manera más poética. Algo como, “Han sido los mismos pájaros que llevaron a los gitanos a Macondo los que nos llevaron a Ibagué“, con una copa de vino en mano y un monóculo en el ojo. Pero no.
Estoy vestida con la ropa de una ciudad que se derrite, sin lentes y sin vino porque estoy en horario laboral. Y les cuento, con mucho realismo no mágico, que en el viaje no había pájaros guía. En realidad, llegamos a Ibagué desde Bogotá en un chárter que en los menos de 40 minutos de vuelo, juré se iba a caer.
“Al menos caeríamos entre las montañas y nadie jamás encontraría nuestros cuerpos apachurrados“, pensé. Me dejé llevar por los pensamientos intrusivos que surgen cuando alguien tiene miedo porque la chachara voladora sonaba horrible, y todos los que íbamos arriba nos volteamos a ver con una falsa calma.
Luego, nadie habló. Todos íbamos asomados por la pequeña ventana para ver el paisaje. Ya había escuchado que Colombia era un país de montañas gracias a la Cordillera de los Andes. No tengo ni idea si esas formaban parte del sistema montañoso andino. Pero eran bellísimas.
Me entusiasmó la idea de primero verlas desde arriba para después sortearlas desde abajo (ya sin el riesgo de una tragedia). Y además, lo haría desde un lugar secreto, un espacio resguardado con un nombre falso para evitar la mirada de los amantes de los spoilers. Lo haría desde el set de filmación de Cien años de soledad de Netflix. Y ahí fue donde la realidad pasó a segundo plano.
Macondo, un pueblo que ahora sí vemos en el mapa
La primera vez que leí Cien años de soledad iba en la secundaria. Pensé que era real como el Comala de Pedro Páramo. Luego descubrí, en ambos casos, que ninguno existía realmente. Juan Rulfo sólo tomó un nombre como referencia (en realidad era el San Gabriel de Jalisco y no el Comala de Colima).
En cuanto a Gabriel García Márquez, tomó como inspiración Aracataca, un municipio de la costa de Colombia en donde nació y creció. Entonces, ¿qué diablos hacíamos en Alvarado si ni siquiera hay mar?
Netflix puso Macondo en ese lado del mapa por culpa de las montañas. “Una de las necesidades más específicas para diseñar este espacio era la relación con una montaña… La historia nos dice que ellos (los fundadores de Macondo) salen de la Guajira y caminan toda la Sierra Nevada, bajan y se instalan en algún lugar de la Ciénaga, que es más o menos dónde está Aracataca“, nos dice Bárbara Enriquez, la mexicana que se encargó del diseño de producción.
Enríquez tuvo la titánica labor de darle coherencia a la construcción de un pueblo, desde cero, que requirió de 200 toneladas de cemento y madera para cubrir 40 mil metros cuadrados rodeados de flora y fauna.
Clima tropical
Las amenazas del calor se hicieron reales al momento en el que salimos del aeropuerto en Bogotá. Y las amenazas de los mosquitos para cuando llegamos a Ibagué. En el hotel encontramos un kit especial que integraba mochila, termo, abanico, gel antibacterial, un sombrero de palma de plátano, bloqueador y repelente de mosquitos.
Nunca había atesorado tanto algo como el repelente. Antes del viaje le eché una googleada a Ibagué para saber del lugar en el que iba a estar por unos días. La primera noticia que me salió fue la de la “situación de emergencia en salud pública por el aumento de casos de dengue”.
Una noche antes del recorrido, le dije a un fotógrafo de Netflix que había dengue por todos lados. El sujeto era de Ibagué, entonces estaba más que enterado de la situación. Muy amable me sonrió con la misma mueca con la que alguien se burla de un baboso exagerado y me dijo que no había una crisis.
No volví a hacer ningún comentario del tema. Lo único que hice fue echarme repelente de mosquito cada 30 minutos. En mi defensa, no era la única intensa. La misma Bárbara Enríquez nos recomendó echarnos el repelente como si todo dependiera de ello. De hecho, mientras nos hablaba de la producción de Cien años de soledad, la picó un mosco y nos lo dijo. Me lo traje el repelente una vez terminado el viaje porque en mi burbuja citadina, me salvó del dengue.
A pesar del clima húmedo, ninguna de las personas que estaban en el set se veían agotadas o hartas, sino todo lo contrario. Todos estaban muy emocionados de lo que estaba sucediendo, de la magnitud del proyecto y lo que representa para la televisión en Colombia y América Latina.
El ambiente era tan bonito, que incluso nos presentaron a los perros que habían adoptado de la región, y a los cuales les pusieron nombre de los personajes de la novela. Todo ahí hacía referencia a Gabriel García Márquez como las calles de Macondo que fueron bautizadas con nombres de las mujeres que formaron parte de la vida del autor (sacados de El olor de la guayaba).
El recorrido por Macondo
Para el momento en el que nosotros llegamos al set estábamos, si mal no recuerdo, en el cuarto Macondo. “En el futuro, como este pueblo sigue creciendo, hay calles que van a abrirse en medio de esta cuadra para seguir ampliando“, nos dijo Enríquez.
Cualquier que haya leído Cien años de soledad sabe que la lectura es como una máquina. La cantidad de detalles que nos ofreció el autor es enorme, lo cual fue un beneficio para los diseñadores a la hora de armarse el pueblo y una de las locaciones principales como lo es la casa de los Buendía.
Pero también hubo varias desventajas; la principal fue la naturaleza del terreno. “Tuvimos que adaptarnos a las irregularidades, por ejemplo, los desagües naturales, ya que cada vez que llueve corre el agua y se va por un canal que se diseñó para que no se inunde. Lo logramos también gracias a todo un sistema de obras civiles abajo con cañerías y desagües“.
Y no sólo eso. Para que hubiera electricidad, se armaron todo un sistema electrificado que quedó por debajo para que la producción tuviera luz, pero también en función de la historia.
¿Y la vegetación? Está la flora y fauna de los alrededores, pero el pueblo como tal debía sentirse vivo. Para eso plantaron más de “16 mil plantas autóctonas correspondientes a la región Caribe que se encargan de darle esta tropicalidad y sentido caribeño a todo Macondo“.
Pero si hubo algo complicado de verdad, es reconocer que Cien años de soledad no es una novela histórica. Tiene anclas con episodios reales de la historia colombiana mas no es un libro de texto. Acá los productores y diseñadores tuvieron que hacer investigaciones exhaustivas de cada periodo en el que sitúa la novela para que coincidiera en el espacio y tiempo de los personajes.
Un pueblo de casas vacías
El creador de Macondo lo describió como el lugar en el que todo lo que debe suceder, sucede; y a la vez, nada debería: nacimientos, ausencias, muertes, guerras, sexo, amores. Quería ver todo ese caos que encierran cien años de historia.
Pero no había casi “nadie”, y lo pongo entre comillas porque había cientos de personas de las miles que rondan a diario el set. La cosa es que llegamos en un periodo donde todos estaban fuera salvo aquellos que lo protegen y los que lo reimaginaron para contarnos los secretos que sólo habíamos saboreado en nuestras mentes.
Por lo que entendí de esta visita, es la memoria la que le otorga significado a la geografía, y a la vez, es el tiempo el que los hace reales. Ahora bien. Si bien en la ficción habrían de pasar cien años, en una costosa producción no pueden pasar más de dos, aproximadamente.
Eso quiere decir que el pueblo debía resistir al tiempo y a la intemperie. “Esto hace que tenga un montón de características que son más parecidas a una construcción real que a una construcción escenográfica. Es lo mejor de ambos mundos“, nos revelaron.
La arquitectura de las casas, tiendas y espacios, nos dijeron, fue vernácula, colonial y republicana. Había edificios de uno o dos pisos, una iglesia, un enorme almendro en medio del set que servía como punto de partida más todos los lugares reconocibles como la casa de los Buendía, la tienda de Pietro Crespi, el Hotel Jacob o el bar de Catarino. Todo estaba ahí en relación a la época en la que Macondo evoluciona.
El detalle es tan preciso, que por ejemplo, los colores de las casas representaban la política dentro del contexto. “Hay una presencia muy importante de casas azules que simbolizan la llegada de los conservadores a Macondo. El pueblo se vuelve no azul en su totalidad, pero sí se ve altamente influenciado por los conservadores, después las casas se pintan de rojo y terminan siendo púrpura. Eso nos habla también de la coyuntura política y la crítica social no sólo en Colombia sino en toda Latinoamérica”.
Las entrañas de Macondo
Todo lo que le hemos contado es el recorrido por fuera de las habitaciones de Macondo. Bajo la luz del sol, el calor y los mosquitos. Un paseo de casi dos horas en las que fuimos turistas de un pueblo que, como les decíamos, por primera vez se puede señalar en el mapa.
Por dentro, las cosas se ponían más deslumbrantes. Era como viajar en el tiempo hacia una época que leímos y creímos reconocer. El trabajo de los artesanos es espectacular entre productos, juguetes, instrumentos musicales, y cualquier artefacto mencionado en la novela.
Los decoradores de la producción de Cien años de soledad viajaron por todo Colombia para encontrar los artefactos indicados para la parte interior de los espacios que tenemos que recorrer en la historia.
Se lanzaron a Cartagena, Santa Marta, Barranquilla, Medellín y Cali para lograr que “80 por ciento de todo el mobiliario que ven en la Casa Buendía y en Macondo, sean 100 por ciento originales y restaurados” mientras “el otro 20 por ciento son réplicas construidas por nuestros carpinteros y ebanistas en co-creación con nuestro equipo de diseño”.
La importancia de esto, más allá de la precisión para crear una atmósfera realista desde la ficción, es que se trabajó con diversas comunidades indígenas encargadas del trabajo artesanal. El requisito más importante fue que todo fuera natural y nada fuera pre manufacturado. Les digo que se sintió como un viaje en el tiempo.
La Casa Buendía
1884. Colombia. Liberales radicales en el poder. Un presidente reelecto. El lema de “Regeneración o catástrofe”. Traiciones. Guerra civil. Liberales radicales contra liberales independientes. 10 mil muertos. Triunfo del partido liberal ahora nacionalista que buscaba el autoritarismo. Alianza con los conservadores. 1885.
Ese mismo año fue al que nos llevaron en la casa de los Buendía en el set de Cien años de soledad. Un año que históricamente tuvo cambios a nivel político y social en Colombia, pero que en esa enorme casa, cambiante, se sienten lejanos. Y no porque estuvieran aislados sino porque cada uno de sus habitantes vivía una suerte de guerra civil interna. Sus propios conflictos revelados en las paredes de una casa.
Eso es lo que entendemos en las páginas del libro pero, ¿cómo traducirlos a una casa de verdad?, ¿una casa viva que albergue a poco más de mil personas todos los días que salen y entran? Una casa que resista tantas guerras.
Carpa y casa
El director de arte de la casa fue Óscar Tello y la decoradora fue Catalina Angulo. Al parecer, se puso sobre la mesa la idea de filmar en una locación real, pero esta debía ser una casa colonial. Y la irresponsabilidad de hacerle modificaciones removió esa idea para hacer algo aún más extraordinario que se divide en dos partes.
La primera, menos política y poética pero más funcional, fue la construcción de una carpa. Una enorme carpa que cubriera una casa de, aproximadamente, 45 metros de largo y 25 metros de ancho. La carpa, en ese caso, habría de medir 10 metros de alto en la parte más baja y 20 en la más alta.
“La Casa Buendía es un personaje más de Cien años de soledad que va evolucionando conforme van pasando las generaciones de la familia”, nos dicen. Cuando entramos a la carpa, todo está vivo. Igual que en Macondo, las plantas son reales, y se encuentran en un hermoso y enorme jardín al centro de la casa donde se ve un árbol que por alguna razón se me hizo conocido.
Desde luego que no tenía ni idea de qué tipo de árbol es, pero me hizo que tenía sentido ahí. Resulta que era un castaño, pero uno falso. Estaba hecho de cemento con refuerzo de alambrón que, a pesar del material, se veía igual de natural que las plantas a su alrededor. La cosa es que ese árbol que reconocí es el que utilizan para amarrar a José Arcadio cuando se vuelve loco.
Es el laboratorio de Melquiades el que desata la locura de José Arcadio y es el espacio más bonito de la casa. Quizá por el gitano es uno de los personajes favoritos de las y los lectores. O tal vez porque es donde individuos rodeados de magia, se sorprenden de la misma, de aquella que no reconocen como el hielo. Y también porque visualmente hablando es espectacular entre el atanor, los elementos de alquimia, el daguerrotipo y el revelado.
Las paredes que se mueven
El segundo es la casa por sí misma. Siete generaciones y cien años de historia. Las palabras exactas para describir la Casa Buendía es como una amalgama de todos los momentos narrativos. Ya habíamos entendido que se adaptó a la evolución de sus personajes, la llegada de visitas temporales y permanentes, el dinero que obtenían para que creciera, los fantasmas… la casa se debía mover en el sentido más literal de la palabra.
“Hay varias partes de la casa que están diseñadas para poder incluir iluminación, arriba de los plafones. Tiene paredes móviles para separar los espacios y pueden correrse para tener más tiros de cámara y amplitud para filmar”, nos revela Enríquez.
Y para todo esto ocuparon tres meses. Arrancaron con la monumental carpa y luego la casa entre la estructura y los acabados en su primera planta. Luego fueron 19 días para cambiar algunas cosas y aumentarle una planta y fuera de dos pisos. ¿En la novela se describe así? No, pero las libertades creativas siempre fueron bienvenidas, sobre todo con una producción que ha fracasado fuera del libro.
La partida del pueblo que un día dejará de existir
En un espacio de Macondo pusieron una mesa adornada. Nos prepararon algunos de los platillos más deliciosos que he probado. Había sancocho de ñame en leña, posta de res, pescado a la brasa, yuca y arrachera, plátano asado, ensalada de aguacate, ají dulce y tradicional. De postre nos dieron pionono, torta volteada de mango, dulce de zapote costeño y helado de corozo hecho con agua.
Terminamos timbones. Nos tomaron unas fotos y nos llevaron al bar del pueblo para refrescarnos. Los mosquitos estaban ahí, pero dieron tregua y nadie terminó picoteado, sólo sudados y acalorados.
Regresamos al chárter que, ahora que veo las fotos, pensé estaba más destartalado. Pero no. Sólo el motor era en extremo ruidoso, lo culpo por imaginar una tragedia que nunca estuvo ni cerca de suceder. Una tragedia imaginaria que acarrearía otras y construirían una historia que si bien no fuera digna de ninguna novela, nos volvería los protagonistas.
En lugar de una casa y un pueblo habría sido un chárter y unas montañas. La historia nos resulta conocida porque existe. No importa. Si los encargados de la adaptación de Cien años de soledad tomaran aquél pensamiento intrusivo, habrían construido una montaña para hacerla lo más cercana posible.
Gabriel García Márquez escribió una historia que nunca se pensó para verse, sólo imaginarse en sus infinitas posibilidades. Y eso es lo que la hace mágica: la visión de una persona traducida en la de miles.
Tal vez en el viaje a Colombia el realismo no fue mágico. Pero yo sí me sorprendí con todos los sucesos inesperados que se nos revelaron.
The post ‘Cien años de soledad’: Una calurosa visita al Macondo de la serie de Netflix appeared first on Sopitas.com.