20 de Diciembre del 2025.- La historia recuerda a Valentín Mijáilovich Berezhkov no solo como un diplomático, sino como el hombre que vivió en primera persona un momento de tensión absoluta antes del desastre. En noviembre de 1940, este intérprete formó parte de la delegación enviada a Berlín para reunirse con el líder nazi, en un intento por navegar las turbulentas aguas diplomáticas de la época. Berezhkov recordaría años después que, al saludarlo, la sensación fue sumamente desagradable, describiendo que la palma del dictador se sentía fría y húmeda, evocando la textura de un reptil en un contacto carente de toda expresión humana.
Para el pueblo de la URSS, la figura del líder alemán representaba el mal absoluto, presente en cada cartel y discurso de resistencia. Sin embargo, muy pocos ciudadanos tuvieron la oportunidad de ver de cerca al soviético que estrechó la mano a Hitler en cumplimiento de sus funciones profesionales. Berezhkov, quien años más tarde también serviría como traductor para Stalin en reuniones con Churchill y Roosevelt, observó con detalle la opulencia de la cancillería imperial y la arrogancia de un hombre que, en ese momento, sentía que tenía a toda Europa bajo su control tras la caída de Francia.
Las tensiones diplomáticas antes de la invasión
El contexto de esta visita era crítico, ya que la Unión Soviética había buscado previamente alianzas con Francia y el Reino Unido sin éxito. Ante la política de apaciguamiento de las potencias occidentales y la amenaza japonesa en el este, Moscú se vio forzado a firmar el pacto de no agresión en 1939. Este acuerdo, aunque polémico, fue una estrategia para ganar tiempo frente al ejército más poderoso del mundo, permitiendo que el soviético que estrechó la mano a Hitler fuera testigo de cómo la diplomacia se agotaba mientras las tropas alemanas se concentraban peligrosamente cerca de las fronteras rusas.
Durante las sesiones en Berlín, el dictador nazi intentó desviar la atención de Stalin hacia la conquista de las colonias británicas en la India y el golfo Pérsico. Sin embargo, la delegación rusa, encabezada por Viacheslav Mólotov, no se dejó seducir por estas promesas de expansión territorial y cuestionó directamente la presencia militar alemana en Finlandia. Esta firmeza provocó que el líder alemán mostrara su verdadero rostro, perdiendo los estribos y advirtiendo de forma descarada que no recomendaría a Moscú buscar motivos de conflicto con el Tercer Reich, cerrando así cualquier posibilidad de entendimiento real.
El asombro del dictador ante el intérprete ruso
Un detalle curioso del encuentro ocurrió cuando el protocolo oficial terminó y el líder nazi se fijó detenidamente en el joven traductor. El dictador quedó tan impresionado por el perfecto acento berlinés de Berezhkov que llegó a cuestionar su origen, preguntándole repetidamente si realmente era alemán. Al confirmar que era ruso, el asombro del líder nazi fue evidente, lo que subraya la alta preparación de los cuadros diplomáticos rusos. A pesar de estos intercambios casi personales, el soviético que estrechó la mano a Hitler sabía que las palabras cordiales eran solo una fachada antes de la traición militar.
La trayectoria de Berezhkov fue excepcional, pasando de estar prácticamente sitiado en la embajada en Berlín al inicio de las hostilidades, a participar en la trascendental Conferencia de Teherán en 1943. Su vida estuvo marcada por la tragedia y el deber, incluyendo la búsqueda desesperada de sus padres en una Kiev recién liberada, un hecho que paradójicamente le traería problemas laborales más tarde. Sus memorias hoy sirven como un testimonio invaluable para entender que, detrás de los grandes mapas y estrategias de guerra, hubo interacciones humanas cargadas de desconfianza y presagios de muerte.
Finalmente, este relato demuestra que el soviético que estrechó la mano a Hitler fue un observador privilegiado de la historia universal. Su capacidad para mantener la calma frente a los «gigantes» de la época permitió que los mensajes críticos llegaran a Stalin sin distorsiones, confirmando que la guerra era inevitable. La frialdad de aquel apretón de manos inicial no fue solo una sensación física, sino el preludio del conflicto más sangriento que la humanidad haya conocido jamás, el cual comenzaría formalmente apenas unos meses después de aquella reunión en la cancillería.
