
La República Dominicana se enfrenta a un complejo debate sobre el destino de las antiguas residencias del dictador Rafael Leónidas Trujillo, que gobernó el país con mano de hierro durante tres décadas. Estas mansiones, alguna vez símbolos de poder y opulencia, yacen hoy en ruinas, carcomidas por el tiempo y la maleza. La más emblemática de ellas, la Casa de Caoba, a la que Trujillo se dirigía la noche de su asesinato en 1961, es el epicentro de la discusión. Mientras un comité de expertos y el propio presidente Luis Abinader proponen convertirla en un museo de la historia de la región y la democracia, otras organizaciones, como el Museo Memorial de la Resistencia Dominicana, se oponen radicalmente, argumentando que su restauración podría glorificar la figura del tirano.
Un dilema arquitectónico y político
El debate sobre estas construcciones, que también incluye a la Hacienda María y la Casa de Marfil, va más allá de su estado físico. Expertos en arquitectura y patrimonio, como José Enrique Delmonte y Carlos Báez, afirman que el dilema refleja cómo la memoria de Trujillo aún divide a la sociedad dominicana. El dictador, que llegó a utilizar los bienes públicos como si fueran propios, buscaba con sus múltiples residencias demostrar un poder permanente en cada rincón del país. Sin embargo, a pesar de su ostentación, los arquitectos coinciden en que estas edificaciones no poseen un «valor patrimonial o expresión arquitectónica válida». Este hecho refuerza la posición de quienes defienden la demolición de las estructuras, al considerar que simbolizan el «oprobio, el abuso sexual y el robo» del régimen de Trujillo.
La polémica en torno a estas propiedades pone de manifiesto una fractura en la sociedad dominicana, que aún no ha logrado sanar las heridas de la dictadura. Mientras algunos ven en la restauración de las casas una oportunidad para la «conservación, investigación y exhibición de la rica historia de San Cristóbal», otros temen que esto solo sirva para alimentar el mito en torno a la figura del dictador. Esta preocupación es especialmente relevante en un contexto en el que, según expertos, algunos grupos de extrema derecha buscan «limpiar la memoria» de Trujillo, argumentando que sus acciones, como la masacre de haitianos, eran necesarias para la «seguridad nacional».

El destino de las residencias del dictador Trujillo es un reflejo de la compleja relación que República Dominicana mantiene con su pasado. A diferencia de otros países, no hubo una comisión de la verdad tras la caída del régimen, y muchos de los responsables de los crímenes de la dictadura nunca enfrentaron la justicia. Este vacío histórico, sumado al hecho de que algunas de las víctimas aún están con vida, hace que cualquier decisión sobre el futuro de estas propiedades sea sensible y cargada de simbolismo.
El debate actual busca una solución que no solo aborde el destino de estas estructuras, sino que también contribuya a «fortalecer el espíritu democrático» del país. Se han propuesto diversas alternativas para las casas: desde convertirlas en centros de enseñanza, hogares para ancianos o mujeres víctimas de maltrato, hasta transformarlas en espacios de «manifestaciones artísticas» que rompan con la iconografía del régimen trujillista. El objetivo, según expertos, es evitar que se conviertan en «mitos de rememoración» que enaltezcan la figura del dictador, y en su lugar, que sirvan como un recordatorio del costo humano de la tiranía y la importancia de la memoria histórica para la construcción de una sociedad más justa.
El culto a la personalidad que Rafael Leónidas Trujillo fomentó durante su mandato dejó una huella profunda en la psique colectiva de la República Dominicana. Este culto no se limitó a cambiar el nombre de la capital a Ciudad Trujillo o a la construcción de imponentes edificaciones, sino que permeó la vida cotidiana de los ciudadanos, quienes vivieron bajo una constante vigilancia y un adoctrinamiento político. A pesar de los años transcurridos desde su muerte, la figura de Trujillo sigue siendo objeto de controversia y fascinación. La falta de una narrativa histórica unificada y el revisionismo de grupos que buscan justificar sus acciones, demuestran que el legado de Trujillo no es solo una cuestión del pasado, sino una sombra que aún se cierne sobre el presente, afectando la forma en que los dominicanos se relacionan con el poder, la autoridad y la democracia. La decisión sobre el destino de sus casas, por lo tanto, no es solo un debate arquitectónico, sino una oportunidad para que el país finalmente se enfrente a su historia y se libere de las ataduras de un pasado opresivo.







