CHIHUAHUA (AP).— Una vez que “El Chueco” bajó el arma y la sangre hizo un charco bajo el altar, el sacerdote Jesús Reyes se volvió al asesino de sus dos hermanos jesuitas: “por favor, no te los lleves, déjanos darles sepultura”.
“Yo ya sentía que las balas atravesaban mi cuerpo”, contó en el mismo templo en el que el estruendo de los tiros le hizo perder un oído.
A casi dos años de los asesinatos de los padres Javier Campos, de 79 años, y Joaquín Mora, de 80, los retratos de sus compañeros acompañan las misas, bautizos y bodas que aún oficia en Cerocahui, un pueblo de un millar de personas abrazadas por la Sierra Tarahumara.
El religioso no tiene claro por qué José Portillo Gil, alias “El Chueco”, no lo mató, pero sí sabe por qué ordenó a sus sicarios arrastrar los cadáveres hasta los vehículos que los transportaron a un cerro adonde los abandonaron días después.
Sin cuerpo no hay delito, sugirió el narcotraficante vinculado al Cártel de Sinaloa antes de decirle —como si fuera cualquier domingo de misa— “padre, me quiero confesar”.
El presidente Andrés Manuel López Obrador se ha sacudido las críticas a sus estrategias de seguridad como si fueran un insecto que le zumba en el hombro, pero víctimas, organizaciones de derechos humanos y líderes religiosos han plantado cara insistiendo en que la violencia sigue quebrando a comunidades que se sienten ignoradas por el Estado.
“Javier y Joaquín prendieron los reflectores, pero ya es momento de ampliarlos”, dijo el también jesuita Javier Ávila desde Creel, una localidad cercana a Cerocahui que también ha escrito su historia a sangre y plomo. “Veamos a los miles de muertos por los que nadie grita”.
“El Chueco” no asesinó a los sacerdotes por venganza ni para cobrar una deuda. Entró al templo y descargó su arma sobre los curas que lo conocían desde niño porque pudo y porque quiso. Porque el día previo —furioso ante la derrota del equipo de béisbol que financiaba— acribilló al beisbolista Paul Berrelleza y quemó su casa.
Porque minutos antes de que sus balas encontraran a los jesuitas —cuando el guía de turistas Pedro Palma se lo topó en un hotel y le pidió ser prudente ante los extranjeros— también lo asesinó sin que una sola autoridad metiera las manos. Porque cuando sus sicarios tuvieron la ocurrencia de llevar el cuerpo de Palma hasta la iglesia no toleró que el padre Javier lo ungiera y el padre Joaquín le preguntara “¿por qué haces esto, José?”.
Bendiciones y baile
Ahí en lo profundo de la Tarahumara, adonde no llega el pavimento ni la señal telefónica, el jesuita Javier Campos llevaba bendiciones y bailaba como un gallo.
El “padre gallo” bautizó a mi hijo, a mi hija, cuentan muchos. Confirmó a mi sobrina, a mi nieto. Me arregló la lavadora. Sabía de carpintería y me enseñó a fabricar un violín.
“Yo con él aprendí a tocar la guitarra”, recordó el indígena rarámuri Jesús Vega durante una ceremonia sagrada llamada Yúmari que recientemente fue celebrada en el pueblo de Cuiteco.
“Cuando murió me sentí muy triste, muy dolorido”, añadió. “Eran padres muy conocidos que hablaban nuestro idioma”.
Ya no están y, sin embargo, están. Durante el Yúmari para el que Vega marcaba el ritmo de la danza, la comunidad colocó los retratos de ambos curas junto a la imagen de un santo y la Virgen de Guadalupe.
“Nos reunimos para pedirle a Dios que nos mire porque estamos necesitados”, dijo la hermana Silvina Salmerón de la Diócesis de Tarahumara, a la que también servían los padres asesinados. “Tenemos a San Isidro para que nos envíe el agua y las fotos del ‘padre gallo’ y Joaquín para que nos ayuden a pedirle a Dios que nos dé la paz a estas comunidades que estamos tristes por la violencia”.
En la Tarahumara hay días en que los sacerdotes van a las comunidades y otros en que las comunidades van a ellos. Oiga, “padre Pato”, divórcieme. Cáseme. Celébreme una misa. Ayúdeme a encontrar a mi hijo que desapareció ayer.
“La gente cree en nosotros todavía”, dijo el padre Javier Ávila.
Esta nota El pueblo rarámuri no se olvida de los jesuitas asesinados apareció primero en Diario de Yucatán.